Helena Rozvadovska es una mujer independiente en un mundo en el que mandan los hombres y las armas. Cada dos días coge su todoterreno negro, un Honda CR-V de hace dos décadas, y se desplaza a los pueblos más cercanos del frente para ayudar a los niños que llevan cinco años viviendo bajo el yugo de la guerra. Con su característico gorro negro y unas botas para el frío de la región de Donetsk, se interna donde la mayoría de las oenegés no se atreven, abarcando decenas de kilómetros ella sola.
Llegó en 2015, como portavoz de la Oficina Presidencial de Defensa de la Infancia, para observar durante un mes la situación de los menores en las plazas del conflicto. Unas semanas más tarde, tras comprobar que el estado tenía otras prioridades, dimitió. Empaquetó sus pertenencias y abandonó Kiev para trasladarse a Sloviansk, una ciudad de 100.00 habitantes que en su momento marcaba la primera línea (ahora se encuentra a 50 kilómetros del frente) y donde continúa cuatro inviernos después.
“Nadie da confianza a los niños. Nadie les pregunta: ‘Oye, ¿quieres quedarte aquí? ¿Tienes miedo?’”
Licenciada en economía y nacida en la otra punta del país, recuerda con dureza las primeras semanas en el terreno. El gobierno central desconocía la magnitud del problema de la infancia, los centros sociales colapsaban por el millón y medio de desplazados y el ejército trataba de recuperar el territorio arrebatado por los separatistas con una tropa llena de voluntarios sin entrenamiento militar.
“Para mí fue un shock. Mis amigos de Lviv se iban como soldados y morían aquí, los niños morían también. Crimea estaba ocupada y te preguntas cómo defender a los niños ¿Tenemos que evacuarlos?; ¿qué hay que hacer con ellos? Yo no entendía qué era la guerra. Ni siquiera sabía cómo era una pistola o qué forma tenían las balas”, recuerda.
Rozvadovska necesitaba verlo con sus propios ojos y entenderlo. 55 meses después, justifica su decisión de quedarse en el terreno: “Un montón de gente vive en la lógica de que la guerra está en Donetsk y Lugansk, pero no. La guerra también es su problema. Puede que un día sus hijos necesiten ayuda, será un asunto de todos nosotros. Además, no tengo familia, no tengo hijos, así que soy libre y puedo hacer lo que quiera”.
Las familias son otro de los grandes problemas en el este de Ucrania y una de las principales batallas de Helena. Ella mintió a sus padres sobre su trabajo para no preocuparles –las fotos de Facebook desvelaron todo— y ahora dedica grandes esfuerzos a los progenitores que se quedaron con sus hijos en la quinta región más minada del planeta.
“Creo que las personas se tienen que ayudar por ser personas. Con eso basta”
El trabajo es lento e individual. Cada unidad familiar implica dedicación personal, paciencia y tiempo. Se confiesa orgullosa de algunos avances en estos años, como el traslado de familias enteras lejos de las explosiones o de que ningún niño de Zaitseve, un pueblo con algunas zonas entre los puestos fronterizos de cada bando, siga cruzando la línea cada día para acudir al colegio.
“Este curso he conseguido que los últimos cuatro chicos cambien de escuela, pero el año pasado eran diez y hace tres todos iban al otro lado”, cuenta con un suspiro mientras levanta las dos manos.
Un pueblo dividido por la guerra
Rozvadovska se mueve por gran parte de las poblaciones y ciudades